viernes, diciembre 12, 2008

Misión Cumplida. Alfa y Omega


Cuando en 1987 le hicieron una traqueotomía para que pudiera respirar, empezó a comunicarse a través del papel. Cuando ya ni siquiera pudo escribir, se comunicaba con garabatos que hacía con la mano y la pierna, casi inmovilizadas. Así ha vivido Olga Bejano más de veinte años, luchando por una vida digna y por dar esperanza a los demás


Olga Bejano, dictando a su peculiar manera «Aquí estoy de nuevo, pero esta vez traigo hechos los deberes». Eso era lo que Olga Bejano quería decirle a quien la recibiera al otro lado del túnel. Ya había estado en él una vez, en 1987, al comienzo del proceso que la dejó pentapléjica, conectada a un respirador, alimentada con sonda y viendo sólo cuando alguien le levantaba el párpado. Y, el pasado viernes, se fue realmente con los deberes hechos. Apenas tres días antes había terminado de escribir su cuarto libro, Alas rotas, que se unirá a Voz de papel, Alma color salmón y Los garabatos de Dios (todos en LibrosLibres). Pero, además, dejó dos hojas de últimas voluntades, describiendo hasta el último detalle cómo quería que fuera su funeral, con música más propia de una celebración que de una despedida.

Olga estaba orgullosa de haber batido varios récords médicos, entre ellos el de la pentapléjica más longeva. En 1987, le pronosticaron seis meses de vida, y hace medio año los médicos de cuidados paliativos dijeron que no podían hacer más. Después de 200 neumonías, nunca parecía que una más fuera la definitiva. «Ocasiones para fallecer las tengo un día sí y otro también» -dijo en una ocasión-, por lo que afirmaba: «Si sigo aquí es por algo». Sabía que tenía una misión: «Soñé que el Señor me decía que iba a sufrir mucho, pero que mi sufrimiento iba a ser muy fértil. El tiempo le está dando la razón».

Un horario como el del dentista

No se quedó de brazos cruzados. Se quejaba de que sus días eran demasiado cortos y de que su horario parecía el del dentista, pues además de más de tres horas para la higiene, y de todos los demás cuidados que necesitaba, invertía varias horas cada día en contestar correo, recibir a gente, y escribir. Lo hacía todo con garabatos de la mano derecha, movida a pequeños impulsos con la pierna izquierda. Sólo su madre y las enfermeras la entendían. Y con la mano izquierda expresaba, muy a menudo, la risa. También luchaba por las necesidades de las personas que estaban en situaciones parecidas a la suya: «Muchos enfermos dependientes quieren vivir, pero están silenciados por la opinión pública y la presión mediática. Muchos enfermos sufren por no tener una atención digna, centros adecuados, ayudas familiares y económicas. En vez de hablar de muerte digna, se debieran ofrecer ayudas para facilitar la vida digna». También pedía algo mucho más barato y más importante para ellos: la cariñoterapia.

Estaba convencida de que, «si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante». En su breve correspondencia con Ramón Sampedro, reconoció «que tenía tantas ganas o más que él» de irse, pero le animaba: «¿Por qué en vez de luchar para morir no luchas para vivir? ¿Por qué no luchas por conseguir una vida independiente, personal que te cuide, una silla eléctrica que te lleve de paseo, un ordenador que puedas usar con la voz?» También tuvo que luchar por sí misma. Llevaba cerca de un año sin que los servicios sociales le costearan una enfermera, a pesar de que calculaba que, al estar en casa, le había ahorrado a la Comunidad de La Rioja unos seis millones de euros. Su familia no podía permitirse a alguien las 24 horas del día. Y, sin enfermera, estaba condenada a estar en cama e incomunicada, pues tumbada no podía garabatear. ´

Su relación con Dios como de un enamoramiento: «Me levanto pensando en Él, durante el día pienso en Él y al acostarme, es cuando Él se siente mejor para hacerse oír. En la oración no cuenta lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros». De esa experiencia habló en Los garabatos de Dios, en el que compartía -explicaba en su última entrevista- las «porciones de conocimiento y sabiduría» que «el Señor me ha ido enviando» y que «me han permitido abrir mi mente, madurar y crecer espiritualmente». Pero no dejaba de estar pegada al suelo: reconocía que estaba en el sprint final y que sufría mucho, tanto física como psicológicamente. Se despidió pidiendo oraciones y agradeciendo a sus lectores el estímulo «para seguir viviendo al límite de lo imposible».


Llevó a muchas personas a Dios

La primera vez que uno se acercaba a ella, Olga parecía «un muñeco de cera», explica el padre José Cacho, de Madrid. Pero, «al hablar con ella, veías que tenía una vida muy rica y plena, y que estaba al tanto de todo lo que ocurría a su alrededor», añade el padre José Ignacio Díaz, que el sábado celebró su funeral. Subraya de ella, sobre todo, «ese entusiasmo con el que empezaba cada día a luchar de nuevo por vivir. Tenía una espiritualidad profundísima, hablaba de Dios con tal seguridad, que daba la impresión de que sabía de lo que hablaba, de que tenía una relación muy fuerte y espontánea con Él». El padre Cacho atribuye a esto el efecto que tuvo, en persona o a través de sus libros, en mucha gente que lo necesitaba: «Ha llevado a muchas personas a Dios, porque no se vive así por amor al arte. He sido testigo de cómo cambiaban, al conocerla, personas que no querían seguir viviendo porque no veían sentido a su vida». También don José Ignacio conoció varios testimonios así, algunos de ellos el sábado pasado, en el funeral que presidió.


María Martínez